lunes, 20 de octubre de 2008

VALDIVIA EN TREN


VALDIVIA AL RITMO DEL CALLE CALLE


Mientras estaba en la Universidad, papá siempre buscó cosas nuevas para mantenerse ocupado. Postgrados, viajes, cursos nuevos, en fin, todo lo que llenara sus horas. Pero desde que jubiló, se volvió más taciturno, como que se fue hacia adentro. Tal vez nunca pudo acostumbrarse a sus continuas y dolorosas depresiones o al no tener nada que hacer. Entonces, lloviera o hubiera sol, creó sus paseos diarios en la Costanera, acompañado de nuestro fiel Brandon, el perro que era su único acompañante en esos solitarios paseos; Cuando murió el Brandon, no quiso tener ninguna otra mascota. “Para qué, si se va a quedar solo después” nos decía a mi y a mi hermana.
Lo que nunca dejó de hacer fue escribir. Cuentos, poesías, prosas, su diario de vida, lo que fuera. Cuando éramos chicas, lo veíamos volcar todos sus sentimientos en el teclado de la vieja y sonora Underwood y, luego, en su inseparable notebook negro, que llegó a dominar a la perfección.
Y fue justamente en aquel computador donde encontramos algo que fue inusual para nosotras: un cuento alegre, que relataba nuestra llegada a Valdivia, a la Universidad, a finales de la década de los 80, cuando aún corría el tren a la ciudad. Esta faceta alegre, costumbrista, por decirlo de alguna forma, nos impulsó a ambas a dar a conocer este relato….

Se trataba más que de encontrar un trabajo: la idea comenzó como un cambio radical de nuestra forma de vida. Cansado de las levantadas madrugadoras de la radio o de las mismas madrugadas, pero esta vez cerrando el diario, quería gozar de mis hijas, a las que veía poco y, de pasada, tratar de equilibrar un desordenado matrimonio. Así es que la búsqueda laboral se enfocó hacia un lugar poco tradicional, la más de las veces, despreciado por los cronistas capitalinos. La idea fue viajar a provincia.
Comenzó la tarea de postular y enviar currículos. Lo primero fue Valdivia. Un concurso publicado en el diario ofrecía un puesto de profesor en lo que parecía ser una naciente y esforzada Escuela de Periodismo. Estaban los requisitos así es que, al correo los papeles. Una segunda oportunidad llegó de Temuco. Una radio FM ofrecía la gloria: una gerencia y platas adicionales, haciéndose cargo de las comunicaciones de una universidad estatal Con ambos proyectos en marcha, surgió un diario en Concepción, entidad periodística que también tuvo en sus manos la vida laboral del suscrito.
Como al final sólo la Universidad de Valdivia hizo una oferta concreta, acepté. No sabia qué era lo que me esperaba.
Comenzó el ajetreo de las maletas, las penas, las promesas, las despedidas y las borracheras, que ya se sabía que ocurrirían sólo al examinar el listado de amigotes y su tradicional y constante consumo de alcohol, bajo cualquier circunstancia o pretexto.
La cosa es que una noche me vi instalado en el interior de un tren, con pena y tres maletas.
La noche fue de perros. Tan pronto como sudaba por la calefacción, al parecer manejada por un ex empleado de baño turco, como me congelaba por el frío que entraba por las hendijas de los antiguos, recorridos y maltrechos vagones del Ferrocarril del Sur, los cuales deben tener una larga historia que contar.
Las anunciadas 13 ó 14 horas de viaje se transformaron en una sesión de movimientos que duró exactamente 16 horas. Un cálculo aventurero dio como resultado que es el mismo tiempo que, años antes, habíamos ocupado en un raid Santiago, Sao Paulo, Río de Janeiro, Madrid.
Por suerte no conocía el paisaje. Claro que este sólo fue posible de mirar al amanecer, porque en la noche, un solícito trabajador ferroviario se encargó de bajar una vetusta cortina, mientras innumerables de sus colegas ofrecían una variedad inimaginable de productos. Una lista somera permitió encontrar revistas de los más distintos tipos, diarios, sándwich, té y café, jugos varios, videos a distintas horas, tragos, frazadas y vales para cenar, que por un módico precio, ofrecían la inimaginable experiencia de comer dentro de una coctelera.
Luego, al merecido sueño, toda una bendita aventura. Los cómodos asientos del coche salón terminan siendo más duros que un banco de la plaza. La frazada usada una y mil veces por infinidad de pasajeros, abriga como una segunda piel, impidiendo siempre un acuerdo entre la temperatura del cuerpo, la manipulada calefacción y la que hay en el exterior. Resultado simple: nos despertábamos con la vaga sensación de estar sudando, pero con una temperatura bajo cero en el exterior. A ello debemos sumarle el accionar de nuestros compañeros de viaje, parejas en su mayoría en viaje de bodas, las cuales, obviamente, no tenían las menores ganas de esperar a destino para consumar su luna de miel.
Y a propósito de luna, cuando ésta comenzó a dar paso a unos tibios rayos de sol, la actividad volvió, lentamente, al tren cansado y ajado por el trajín del tiempo.
Y retorna la jauría de vendedores. Que ahora sí son requeridos con urgencia. No es que hayamos esperado un desayuno de reyes, nada de eso. Este llegó en forma de un mísero té con un pan de molde levantado en las puntas y restos de jamón y queso en su interior. ¿Mantequilla? Al parecer se había quedado en el viaje anterior. Pero, por el precio, ningún hambriento pasajero se niega al placer de la primera comida del día.
Nuestro tren va pasando por innumerables pueblitos y el entusiasmo por el paisaje decae, no así el fogoso ímpetu de los vecinos de asiento, que se prometen de todo y llevan la palabra a la acción.
Y llegamos a Temuco, tierra de Neruda y de los olvidados mapuches, la gente de la tierra. Es la primera gran ciudad que visita el tren. Y aquí nuestro querido ferrocarril, compañero de tantas horas, decididamente se transforma.
Su poderosa máquina deja paso a una colega, un tanto más cancina y reposada. Me preguntaba si eso seria la tranquilidad sureña. Por detrás, en tanto, desaparecen cinco carros, entre ellos, el elegante video-bar, agregándose un carro “económico”. Y así, por la magia de nuestros maltrechos ferrocarriles del Estado, el Rápido del Calle Calle quedó convertido en un vetusto y venido a menos tren de segunda clase.
Como recordarán aquellos de más edad, uno de esos trencitos tranquilamente podían transportarlo a uno en cinco o seis horas a Valparaíso, sin que usted tuviera el menor derecho a pataleo. Y eso fue, exactamente lo que sucedió entre Temuco y Valdivia. El lento del Calle Calle vadeó montañas, lagos, ríos, tranques, animales y se detuvo en cuanta estación encontró, tal vez para reencontrarse con viejos amigos.
Nuestro turismo aventura tocaría a su fin, según anunciaba el conductor, mientras acarreaba maletas a la puerta del vagón aún en marcha, con el pánico de los pasajeros que ya imaginábamos nuestras pertenencias en las aguas del Calle Calle. Claro que el problema no hubiese pasado a mayores ya que habría bastado con bajar, recoger la maleta y, trotando, volver al tren.
Una, dos, tres horas y lentamente Valdivia comienza a aparecer, con sus fábricas, sus campos y su ancho e impresionante río, que deja a nuestro capitalino Mapocho convertido en un estero.
El día, contrariamente a lo presupuestado, era estupendo. El sol brillaba, los pajaritos cantaban, los olores del puerto fluvial se agolpan en el olfato y la variedad de verdes nos convencía de que todo iría muy bien. Y allí, en el andén, los dos profesores que recibían en medio de sonrisas cómplices al último periodista que llegaba a Valdivia en tren, cayendo sobre el suscrito un estigma que fue recordado durante años.
Los deseos de ir al hotel, para una reparadora ducha y una merecida siesta, son destruidos por una agenda cancerbera, que obliga a dejar las maletas y volar a las oficinas de la Escuela, del Decano, al canal de televisión local y a relaciones públicas, todo en par de horas.
Tras los besamanos y haciendo el mayor esfuerzo para conservar en la memoria la avalancha de nombres, por fin un minuto para el baño, el aseo y el ornato personal.
El día siguiente fue de un despertar temprano, tras un dulce sueño y pensando en que ciudad cayó uno y con que destino se enfrentará. Y todo ello, tras enterarse de que tendrá que dictar un curso para lo cual no se ha preparado en lo más mínimo. Pero recordando una frase de un antiguo periodista policial, había que tener “soledad escénica” y enfrentar el desafío, no por valiente, sino porque hay que alimentar a la familia.
Enfrentamos el martes con esperanza, al encontrarnos en una sala con capacidad para 30 alumnos, donde a presión logramos introducir a 46 lindos muchachos y muchachas, venidos desde Iquique a Punta Arenas. Logramos salir del paso, improvisando 90 minutos y con la esperanza oculta de haber entretenido a los niños. Por la suma que pagan de arancel, hay que hacerlo ¿no?
Pero el drama estaba más cerca de lo esperado. Había que buscar en donde vivir. Y vamos recorriendo Valdivia, a pie o en micro, según lo disponga el sentido de orientación en una ciudad que, por su geografía, posee quizás las únicas calles redondas del país.
Los datos son pocos y las fuentes, múltiples. Los murales de la Universidad son grandes consejeros. Allí, anónimas manos colocan avisos ofreciendo pensiones de ensueño, que el ingenio popular transforma en bromas de los más diversos tonos. “Señora ofrece pensión a jóvenes” luego de algunas horas se transforma en “Señora ardiente ofrece pensión a jóvenes”. El “agua caliente” es, por lo general, una “señora ardiente”. O la ya clásica pensión de la Calle Los Boldos, de la Isla Teja, con calefacción, agua caliente y tres comidas diarias. El detalle, significativo sin duda, es que se trata de la dirección del Retén de Carabineros de la zona.
La DAE (Dirección de Asuntos Estudiantiles) no lo hace mejor. Su oferta de pensiones tenía el pequeño detalle de que lo que se arrendaba en 1988 estaba revuelto con lo del 89 y eso hizo que, en el peor de los casos, la dueña o ha pasado a mejor vida o quedó tan espantada con sus últimos arrendatarios que el solo nombre de la Universidad le da lipiria.
Confiando en la intuición, en la buena suerte y en la medallita de San Pancracio, amén de ofrecer ir a misa todos los domingos, dimos inicio al paseo. Las pensiones más baratas están, inexorablemente, están al lado de un bar, un garaje o en calles que no están ni en el mapa turístico que regalan en el hotel.
Dicen que una fotografía vale más que mil palabras. Pero, una buena descripción nunca está de más. Imagínese usted un rectángulo de dos metros de ancho, tres metros de largo, y cinco metros de alto. Adorne su imaginación con una ventana de cincuenta centímetros por un metro, que da hacia unos lindos tejados, con uno de sus vidrios parchado, y tendrá usted la idea exacta de lo que ofrecen, por una módica suma, a los estudiantes. Claro que la pensión es completa, con desayuno, almuerzo y cena. Pero, ¿se imagina usted cómo esa bella persona que ha logrado dar un toque tan personal a toda la decoración de su casa, puede cocinar?
El resto, destinadas a hijos de dueños de fundo, tienen estacionamiento, calefacción y otras comodidades. Pero, un humilde aprendiz de profesor difícilmente podría solventar tan caro como innecesario gasto.
Y, así, alejando de la esperanza de alargar el escuálido sueldo, manteniendo dos casas, dos chiquillas, una madre anciana y una mujer, se opta por dormir cómodo, en la casa de una viejecilla conocida por la suegra y que le sigue la pista todo el día.
La cosa es que la aventura ya había comenzado. Y mientras daba mis primeros paseos por la Costanera, admirando el río y las casas señoriales que, al trasluz dejan entrever familias jugando en su interior, me imagino que el día de lanzar palos al fogón pronto llegará.
Nadie que haya podido soportar dos viajes consecutivos en los trenes chilenos y haya sobrevivido a buscar una pensión en Valdivia, puede estar destinado al fracaso. Por el momento, espero la segunda parte de la película. Porque si se cree que las dificultades terminaron y que voy a escribir un final feliz, se equivoca.
Falta, solo por enumerar algunas cosas, la infaltable gripe que derivará en bronconeumonía, lo que obligará a acogerse a licencias médicas que nadie pagará. Nos enfrentaremos a la noble misión de encontrar una casa que no desplume el presupuesto familiar y obligue a trabajar hasta a la mamá. Y que tenga un patio, para tener un perrito porque de lo contrario, la otra parte del sueldo se la llevará el psicólogo de las hijas, para sacarle el trauma del padre que no cumple con sus promesas. En el medio vendrá la mudanza, con sus mágicas pérdidas. Y finalmente, cuando ya todo sea felicidad y la leña arda en el fogón familiar, nos tomaremos de las manos y, en ese instante, descubriremos que nuestras dos `pequeñas hijas deberán faltar al colegio, ir al médico, quien recetará cama, inyecciones y medicinas, para combatir la gripe causada por el frío y la lluvia.
Pero, sin dudas, hay cosas positivas. Viniendo de una ciudad devoradora de personas como Santiago, es impagable estar en esta ciudad cancina, con su río que a veces avanza hacia el mar y, otras, corre hacia la cordillera por efecto de las mareas. Y, por sobre todo, la tranquilidad personal, demostrada en el hecho de tener el tiempo disponible para escribir estas carillas sin pensar que debo despachar el noticiario de mediodía o levantarme a las 5 de la mañana para conducir el matinal noticioso de la radio
Por eso, creo que la idea de venir a la provincia, de distanciarnos más de 800 kilómetros de nuestro Santiago, será una decisión que nos marcará la vida a todos nosotros. (Valdivia, 23 de marzo de 1989)

Y de verdad cambió. De andar con su grabadora por la calle, a la caza de noticias, de conducir el matinal de la radio, pasó a ser un académico tranquilo y querido por sus alumnos. Hizo clases, estudió, marco historia en la pequeña Escuela. Publicó, viajó, dio conferencias. También cambio su vida personal (y, de pasada, las nuestras), ya que luego de nuestro retorno a Santiago para estudiar, se separó de mi madre. Se reencontró y enamoró de una antigua polola que, para su mala suerte, vivía en Santiago, lo que lo obligaba a viajar constantemente. Al principio se quejaba mucho pero, con el tiempo, se fue transformando en su manera de vivir. Y, aparentemente, era feliz así. Pero siempre sus ojos de párpados caídos le dieron esa impresión de tristeza que, sabemos ahora, era su manera de enfrentar la vida. Porque no todo se puede mirar a través de la felicidad; para ser feliz, decía, siempre hay que pasar por el camino de la tristeza.
Pero ahora, no estamos tristes. Navegamos por el Calle Calle las que quedamos; yo, mi hermana, sus dos nietas y su eterna novia, para cumplir con su última voluntad: no quería estar en un cementerio que nadie visitaría, su deseo era que sus cenizas fueran a dar al mar, luego de navegar los casi 17 kilómetros entre Valdivia y la desembocadura del que ya era su río.
Y ahí está, en esa corriente cancina que lo vio en sus grandes momentos y en sus instantes más tristes. “Así es la vida”, nos diría a todas, “y no quiero que lloren, porque cada vez que vengan a Valdivia y vean el río, sabrán que una parte de mi está en paseando aún por la Costanera del Calle Calle”

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